Recién aterrizado de Ambato, con el tiempo justo casi para vestirse de torero, arribó Miguel Ángel Perera a Ciudad Rodrigo para, en medio de tanto trajín, de tanto exprimir el tiempo, parar éste hasta congelarlo mientras toreaba a su novillo de Vellosino, que blandeó, pero que tuvo una calidad inmensa. Literalmente, lo paladeó el extremeño al ralentí. Lo degustó en una faena de temple excelso e impecable desde que se abrió con el capote a la verónica. Como luego en el quite a la chicuelina, tan lentas también como ajustadas. Fue el prólogo de caramelo a una faena de muleta con momentos de abandono. Porque Perera acarició al utrero en las alturas, pero sin dejar de exigirle en los finales, largos a más y por abajo. El milagro de ese don llamado temple que Miguel Ángel aplicó en tandas de rebosante naturalidad y con una hermosa despaciosidad creciente. Mató de estocada entera y se hizo con las dos orejas entre el regusto de una bonita tarde de toros con sabor a pueblo.
Recién aterrizado de Ambato, con el tiempo justo casi para vestirse de torero, arribó Miguel Ángel Perera a Ciudad Rodrigo para, en medio de tanto trajín, de tanto exprimir el tiempo, parar éste hasta congelarlo mientras toreaba a su novillo de Vellosino, que blandeó, pero que tuvo una calidad inmensa. Literalmente, lo paladeó el extremeño al ralentí. Lo degustó en una faena de temple excelso e impecable desde que se abrió con el capote a la verónica. Como luego en el quite a la chicuelina, tan lentas también como ajustadas. Fue el prólogo de caramelo a una faena de muleta con momentos de abandono. Porque Perera acarició al utrero en las alturas, pero sin dejar de exigirle en los finales, largos a más y por abajo. El milagro de ese don llamado temple que Miguel Ángel aplicó en tandas de rebosante naturalidad y con una hermosa despaciosidad creciente. Mató de estocada entera y se hizo con las dos orejas entre el regusto de una bonita tarde de toros con sabor a pueblo.