Una tarde distinta. Especial por todo. Porque el Carnaval del Toro es el alma de la gente de Ciudad Rodrigo y eso se traslada a cada rincón de estos días. Por la fiesta que es. Por la alegría que se derrama. Por el escenario. Por la liturgia. Por la fusión de la gente con el toreo y porque los toreros se hacen, más que nunca, gente. Desde el paseíllo que lo es de verdad. Por las calles, en la plaza. Pueblo y toreros de la mano camino del rito. Que emerge luego diferente. Porque es único y genuino. No tiene parangón. El Carnaval del Toro es solo él, no se parece a ninguna otra celebración.
Luego sale el toro -el novillo, en este caso- y el torero se siente feliz de serlo. Y ejerce esa felicidad. Y se pone ante el espejo de sí mismo, transparente. Por eso emergió el Miguel Ángel Perera que es y que está. Lúcido, fresco, feliz. Y como se prestó el utrero de Carmen Lorenzo, tan murube en su compás, lo paladeó el diestro, justamente, a cada compás. Con el capote, sobre todo, con un muy lento y ajustado quite por chicuelinas emplazado en el centro del mundo de la tarde. Después, ya con la muleta, en series por los dos pitones que tuvieron el tempo sin prisas e íntimo de la tarde y el metraje de lo auténtico. Especialmente al natural, se despachó a gusto Miguel Ángel. Perfecto en la técnica, de dulce en la estética. Pura pureza todo. La colocación en el cite, la manera de ofrecer la muleta -tan sutil desde los vuelos-, el codilleo para llevar siempre recogido el mando de cada embestida y luego vaciarla todo lo allá posible -porque así el muletazo dura más-, la altura milimétrica para tirar del novillo sin que el novillo perciba que está yendo algo más lejos de donde quería ir, otra vez la colocación para ligar el pase siguiente sin que parezca que es otro distinto y el remate, de pecho, tan largo…
Una gozada de tarde. Un lujo. Un deleite. La esencia desnuda de la Fiesta. El privilegio sin igual de ser torero.
Una tarde distinta. Especial por todo. Porque el Carnaval del Toro es el alma de la gente de Ciudad Rodrigo y eso se traslada a cada rincón de estos días. Por la fiesta que es. Por la alegría que se derrama. Por el escenario. Por la liturgia. Por la fusión de la gente con el toreo y porque los toreros se hacen, más que nunca, gente. Desde el paseíllo que lo es de verdad. Por las calles, en la plaza. Pueblo y toreros de la mano camino del rito. Que emerge luego diferente. Porque es único y genuino. No tiene parangón. El Carnaval del Toro es solo él, no se parece a ninguna otra celebración.
Luego sale el toro -el novillo, en este caso- y el torero se siente feliz de serlo. Y ejerce esa felicidad. Y se pone ante el espejo de sí mismo, transparente. Por eso emergió el Miguel Ángel Perera que es y que está. Lúcido, fresco, feliz. Y como se prestó el utrero de Carmen Lorenzo, tan murube en su compás, lo paladeó el diestro, justamente, a cada compás. Con el capote, sobre todo, con un muy lento y ajustado quite por chicuelinas emplazado en el centro del mundo de la tarde. Después, ya con la muleta, en series por los dos pitones que tuvieron el tempo sin prisas e íntimo de la tarde y el metraje de lo auténtico. Especialmente al natural, se despachó a gusto Miguel Ángel. Perfecto en la técnica, de dulce en la estética. Pura pureza todo. La colocación en el cite, la manera de ofrecer la muleta -tan sutil desde los vuelos-, el codilleo para llevar siempre recogido el mando de cada embestida y luego vaciarla todo lo allá posible -porque así el muletazo dura más-, la altura milimétrica para tirar del novillo sin que el novillo perciba que está yendo algo más lejos de donde quería ir, otra vez la colocación para ligar el pase siguiente sin que parezca que es otro distinto y el remate, de pecho, tan largo…
Una gozada de tarde. Un lujo. Un deleite. La esencia desnuda de la Fiesta. El privilegio sin igual de ser torero.