No era la primera vez que estaba allí, pero sí el día en que Miguel Ángel Perera conmemoraba su vigésimo aniversario de alternativa en Villafranca de los Barros, el lugar donde todo empezó para el torero. El torero que, siendo niño, pronto empezó a deslumbrar. Por lo inédito, por lo inesperado de que aquel pequeño espigado y tan delgado sin antecedente taurino alguno mostrara aquella precocidad, valor y personalidad. Y fue Baltasar Manzano, su profesor en el Colegio San José de la localidad, quien primero lo advirtió. Y conservó el pantalón manchado de huellas de ese valor y esa personalidad porque sabía que sería una reliquia. Él fue el primero en regar aquella simiente, por eso el brindis tan justo y agradecido de hoy. Porque hoy Perera miró alrededor suya con los ojos de Miguel Ángel veintitantos años antes y reconoció hoy a tanta gente de entonces que se supo en su lugar, en su origen, en el kilómetro cero de su sueño cumplido. Y se puso a disfrutarlo, por momentos, como si siguiera siendo el niño de entonces…
No lo ocultó nunca Miguel Ángel. Ni podía ni quiso hacerlo. Y por mucho que blandeara su primer toro de la tarde, le compuso una faena de pulso y mucha despaciosidad a un animal de clase extraordinaria. Lo mimó el torero ayudándole a romper hacia adelante, sin quebrantarlo nunca, buscando reforzarlo en su gran fondo. Y, por momentos, pudo enterrarse en la cintura y conducirlo con temple sumo por ambos pitones en muletazos que tuvieron un plus de duración y largura. En casa como estaba, se echó rodillas a tierra para torearlo igual de despacio y a gusto. Porque hoy se trataba de eso: de disfrutar y de hacer que la gente, que su gente, disfrutara con él. Mató al segundo intento y cortó la primera oreja.
De nuevo pudo Perera disfrutar y paladear el toreo muy despacio ante su segundo, otro toro muy noble y con clase, al que pulseó de manera imperceptible para ligar las tandas, siempre a más desde donde nacían los muletazos hasta donde terminaban y con el ritmo que lo hacían. Se hundió en cada pase, se recreó y lo gozó, como si en cada uno de ellos repasara tantos pasajes de su carrera aquí nacida. Máxima quietud en el corolario de la obra, pererismo puro: mando y valor fluyendo de manera natural para adueñarse de espacios mínimos. Una gran estocada remachó su tarde como de verdad merecía. Feliz. Feliz él y feliz su gente. Feliz Villafranca. Porque hoy Perera vino a honrar su origen.
No era la primera vez que estaba allí, pero sí el día en que Miguel Ángel Perera conmemoraba su vigésimo aniversario de alternativa en Villafranca de los Barros, el lugar donde todo empezó para el torero. El torero que, siendo niño, pronto empezó a deslumbrar. Por lo inédito, por lo inesperado de que aquel pequeño espigado y tan delgado sin antecedente taurino alguno mostrara aquella precocidad, valor y personalidad. Y fue Baltasar Manzano, su profesor en el Colegio San José de la localidad, quien primero lo advirtió. Y conservó el pantalón manchado de huellas de ese valor y esa personalidad porque sabía que sería una reliquia. Él fue el primero en regar aquella simiente, por eso el brindis tan justo y agradecido de hoy. Porque hoy Perera miró alrededor suya con los ojos de Miguel Ángel veintitantos años antes y reconoció hoy a tanta gente de entonces que se supo en su lugar, en su origen, en el kilómetro cero de su sueño cumplido. Y se puso a disfrutarlo, por momentos, como si siguiera siendo el niño de entonces…
No lo ocultó nunca Miguel Ángel. Ni podía ni quiso hacerlo. Y por mucho que blandeara su primer toro de la tarde, le compuso una faena de pulso y mucha despaciosidad a un animal de clase extraordinaria. Lo mimó el torero ayudándole a romper hacia adelante, sin quebrantarlo nunca, buscando reforzarlo en su gran fondo. Y, por momentos, pudo enterrarse en la cintura y conducirlo con temple sumo por ambos pitones en muletazos que tuvieron un plus de duración y largura. En casa como estaba, se echó rodillas a tierra para torearlo igual de despacio y a gusto. Porque hoy se trataba de eso: de disfrutar y de hacer que la gente, que su gente, disfrutara con él. Mató al segundo intento y cortó la primera oreja.
De nuevo pudo Perera disfrutar y paladear el toreo muy despacio ante su segundo, otro toro muy noble y con clase, al que pulseó de manera imperceptible para ligar las tandas, siempre a más desde donde nacían los muletazos hasta donde terminaban y con el ritmo que lo hacían. Se hundió en cada pase, se recreó y lo gozó, como si en cada uno de ellos repasara tantos pasajes de su carrera aquí nacida. Máxima quietud en el corolario de la obra, pererismo puro: mando y valor fluyendo de manera natural para adueñarse de espacios mínimos. Una gran estocada remachó su tarde como de verdad merecía. Feliz. Feliz él y feliz su gente. Feliz Villafranca. Porque hoy Perera vino a honrar su origen.