Fue llegar a la plaza y abrir los ojos como quien busca que nada se le escape. Mira que Miguel Ángel conoce esa plaza, que es su casa. Mira que ha entrado y que ha estado veces en ella, pero hoy era diferente. Hoy se trataba de mirar buscando encontrar. Quizá, el recuerdo de aquella primera vez que, siendo niño, llegó a ella con todas las ilusiones y todos los miedos también que se tiene a lo nuevo cuando eres niño. Y cómo se le abrió de inmensa la plaza y todo lo que ella suponía. La escuela, los compañeros, el maestro Luis Reina, el run run que desde pronto le acompañó por lo que de común destilaba, esa capacidad tan Perera y tan vigente. Seguro que también tantas estampas de cada vez que estuvo allí. De paisano y de torero. De hombre y de luces. Anónimo y como héroe. En silencio y en medio del clamor. Seguro que todo eso buscó Perera en el patio de su casa, en el patio de su plaza, mientras recibía tantas felicitaciones y tanto justo reconocimiento por veinte años de torería honrando a la profesión que todo se lo ha dado, sobre todo, la felicidad. Y seguro que una lágrima le asomó al alma cuando su gente, su tierra, lo sacó a saludar con una de esas ovaciones sinceras y cabales que llevan eco, que eco dejan…
Y luego se puso a torear como tantas veces toreó desde la fidelidad a un concepto que es pura verdad. Y desgranó, interpretó y respondió todas las interrogantes de sus dos toros. Y los exhibió. Y los honró también porque es cosa de toreros mostrar la grandeza de quienes le acompañan en el baile de la gloria. Le dio temple al bueno y le dio temple al que quiso irse. Pero como los dos tenían buen fondo, a ambos les sacó lo mejor para levantar en la tarde un monumento a su tauromaquia. Qué despacio ligó las tandas del primero, que brindó a Miguel, su padre, el primer arquitecto de todo lo conseguido. Cómo lució y cuajó la noble profundidad del toro de Cuvillo, con qué sutileza, con cuánto mando del que no obliga, sino que convence. Quiso menos por el izquierdo el animal, pero también por ahí le dio su tiempo -ese otro tiempo que tenía- para sacarle lo que dentro llevaba. Se fue tras la espada con la misma seguridad con que planteó la faena toda y las dos orejas fueron inapelables a sus manos.
Donde aún cupieron otras dos tras la faena al cuarto, de buen aire también, pero tan justo de raza que se rajó muy pronto. Lástima a tenor de lo franco que se vino de largo al inicio del trasteo, de rodillas en los medios. Para dejar que le rozara los alamares de la espalda primero y los del pecho después cuando lo toreó en redondo con la misma despaciosidad y encaje que si estuviera de pie. Hundido en su cintura, encajado todo, tan suave. Pero dijo nones el toro y buscó la huida, la misma que tantas veces le tapó Perera con su muleta inapelable, pero de nuevo por convencimiento. Porque podido como estaba ya el animal, no cabía someterlo más, no obligarlo demasiado, sino hacerle embestir. Y le puso la brújula por delante y le dijo “mira, es por aquí. Y por aquí también. Y también por aquí…” Y así le fue ligando las tandas, tan en redondo como imposible parecían sólo un momento antes. Lo quitó de la querencia y le extrajo lo mejor. Especialmente, una última serie al natural sencillamente sublime. Por relajo, por lenta, por desmayada, por natural, por torera… Con lo esencial culminado, dejó Miguel Ángel que el toro se fuera al terreno que anhelaba para, allí, enjaretarle una tanda de luquesinas completamente pegado a tablas y otra por bernardinas antes de otra gran estocada, que tumbó el toro sin puntilla. Fue la rúbrica perfecta a una tarde perfecta. La que Miguel Ángel Perera había imaginado según se iba acercando los días antes y en cada detalle que fue buscando con su mirada desde que pisó la plaza. Como quien se busca a sí mismo, a lo que fue y a lo que es para regalarse lo que de verdad merecía: la tarde soñada.
Fue llegar a la plaza y abrir los ojos como quien busca que nada se le escape. Mira que Miguel Ángel conoce esa plaza, que es su casa. Mira que ha entrado y que ha estado veces en ella, pero hoy era diferente. Hoy se trataba de mirar buscando encontrar. Quizá, el recuerdo de aquella primera vez que, siendo niño, llegó a ella con todas las ilusiones y todos los miedos también que se tiene a lo nuevo cuando eres niño. Y cómo se le abrió de inmensa la plaza y todo lo que ella suponía. La escuela, los compañeros, el maestro Luis Reina, el run run que desde pronto le acompañó por lo que de común destilaba, esa capacidad tan Perera y tan vigente. Seguro que también tantas estampas de cada vez que estuvo allí. De paisano y de torero. De hombre y de luces. Anónimo y como héroe. En silencio y en medio del clamor. Seguro que todo eso buscó Perera en el patio de su casa, en el patio de su plaza, mientras recibía tantas felicitaciones y tanto justo reconocimiento por veinte años de torería honrando a la profesión que todo se lo ha dado, sobre todo, la felicidad. Y seguro que una lágrima le asomó al alma cuando su gente, su tierra, lo sacó a saludar con una de esas ovaciones sinceras y cabales que llevan eco, que eco dejan…
Y luego se puso a torear como tantas veces toreó desde la fidelidad a un concepto que es pura verdad. Y desgranó, interpretó y respondió todas las interrogantes de sus dos toros. Y los exhibió. Y los honró también porque es cosa de toreros mostrar la grandeza de quienes le acompañan en el baile de la gloria. Le dio temple al bueno y le dio temple al que quiso irse. Pero como los dos tenían buen fondo, a ambos les sacó lo mejor para levantar en la tarde un monumento a su tauromaquia. Qué despacio ligó las tandas del primero, que brindó a Miguel, su padre, el primer arquitecto de todo lo conseguido. Cómo lució y cuajó la noble profundidad del toro de Cuvillo, con qué sutileza, con cuánto mando del que no obliga, sino que convence. Quiso menos por el izquierdo el animal, pero también por ahí le dio su tiempo -ese otro tiempo que tenía- para sacarle lo que dentro llevaba. Se fue tras la espada con la misma seguridad con que planteó la faena toda y las dos orejas fueron inapelables a sus manos.
Donde aún cupieron otras dos tras la faena al cuarto, de buen aire también, pero tan justo de raza que se rajó muy pronto. Lástima a tenor de lo franco que se vino de largo al inicio del trasteo, de rodillas en los medios. Para dejar que le rozara los alamares de la espalda primero y los del pecho después cuando lo toreó en redondo con la misma despaciosidad y encaje que si estuviera de pie. Hundido en su cintura, encajado todo, tan suave. Pero dijo nones el toro y buscó la huida, la misma que tantas veces le tapó Perera con su muleta inapelable, pero de nuevo por convencimiento. Porque podido como estaba ya el animal, no cabía someterlo más, no obligarlo demasiado, sino hacerle embestir. Y le puso la brújula por delante y le dijo “mira, es por aquí. Y por aquí también. Y también por aquí…” Y así le fue ligando las tandas, tan en redondo como imposible parecían sólo un momento antes. Lo quitó de la querencia y le extrajo lo mejor. Especialmente, una última serie al natural sencillamente sublime. Por relajo, por lenta, por desmayada, por natural, por torera… Con lo esencial culminado, dejó Miguel Ángel que el toro se fuera al terreno que anhelaba para, allí, enjaretarle una tanda de luquesinas completamente pegado a tablas y otra por bernardinas antes de otra gran estocada, que tumbó el toro sin puntilla. Fue la rúbrica perfecta a una tarde perfecta. La que Miguel Ángel Perera había imaginado según se iba acercando los días antes y en cada detalle que fue buscando con su mirada desde que pisó la plaza. Como quien se busca a sí mismo, a lo que fue y a lo que es para regalarse lo que de verdad merecía: la tarde soñada.