Ni un tiempo muerto se dio Miguel Ángel ante ese primero. Ni un segundo, ni una tregua. Tras el lío –otro más- de su cuadrilla gracias a la lidia extraordinaria de Javier Ambel –a quien Madrid ovacionó tras dos lances de sensación- y a la brillantez en banderillas de Curro Javier y Guillermo Barbero –que se desmonteraron-, brindó al público, se plantó sincero y se puso a torear. Con la firme decisión de quien tiene el toreo rebosándole por cada poro de su cuerpo. Ese toreo que siempre tuvo en la cabeza y que ahora le bombea el corazón con una especial fluidez. Tres tandas primeras por el pitón derecho. Para ir amoldando la primera, sin forzar más de lo preciso, pero marcando ya el hilo argumental de lo que vendría después. Y vino: ese presentar la muleta con tal firmeza, ese llevarlo toreado ya desde la arrancada, el embarcarlo con la misma hondura con que luego lo soltaba para volver a empezar y, entremedias, rebozarse el torero por completo en el trazo de sus muletazos, templados hasta donde la palabra temple significa ajustar y reducir la velocidad de las embestidas. Toreaba Miguel Ángel cuajando ya desde el principio al buen toro de Puerto de San Lorenzo, noble y humillador, cómplice al responder con entrega a la exigencia que el torero le planteaba.
Tomó entonces la mano izquierda por donde, inicialmente, el toro iba menos metido. Pero fue sólo en la primera serie porque, a partir de la segunda, esa seguridad con que Miguel Ángel le hizo las cosas, la forma en que lo empapó de muleta desde el cite hasta la resolución de cada pase, la manera tan sutilmente poderosa con que lo ligó, hizo que el ejemplar de Puerto de San Lorenzo rompiera también por ese lado. Volvió a diestras y subió más aún el tono de la faena, como así cantaba el eco unánimemente hondo de Madrid. Reducía Perera sus movimientos al tiempo que prolongaba la largura de los muletazos de lo por abajo que los remataba. Cada vez todo más en menos terreno y más entorno a su cintura, que era como un faro que iba iluminando de toreo toda la plaza. Entregada Las Ventas al extremeño como hacía algunos años que no se entregaba. Tenía motivos para ello. Se los había dado Miguel Ángel. Cobró una estocada entera que cayó perpendicular y precisó del descabello, a pesar de lo cual, la petición de oreja fue a más hasta terminar cuajando en el premio concedido. La paseó Perera con la misma despaciosidad con que se la había ganado. Saboreando el dulce paladar de lo hecho. El sabor de la plenitud. La plenitud que se traduce en felicidad. Esa felicidad que sólo el toreo es capaz de provocar con semejante pasión.
La segunda se la arrancó al que hizo cuarto. Un toro que pocos habían visto en los primeros tercios, pero que el torero lució con suma generosidad desde el preámbulo de la faena de muleta, cuando se fue a los medios para dejárselo venir desde bien lejos y pasárselo muy cerca -pero que muy cerca-, en pases cambiados que le cortaron el aliento a Madrid. Vio el torero y enseñó la alegría con la que se venía el toro de Puerto de San Lorenzo y lo volvió a hacer una y otra vez para empezar así cada una de las series de una obra marcada por la emotividad de su planteamiento, la sincera ambición que denotaba la actitud de Miguel Ángel y la templanza con que, una vez el toro en la muleta, se expresaba para conducir muy despacio la embestida y multiplicarla. Logró Perera contagiar al público de esa misma emotividad, de ese ansia por amarrar el triunfo, de ese entusiasmo por reconquistar la plaza. Por muchas cosas, hoy tenía que ser y haberse escapado hubiera dolido demasiado. Pero éste es su Otoño y hoy nada lo iba a torcer. Al primer amago del toro de rajarse, Miguel Ángel se fue a por la espada, consciente de que la medida de la faena era ésa. El lamento del pinchazo primero fue tan de todos en la plaza como la dicha por la estocada de después. No había caído todavía el astado y ya asomaban pañuelos clamando por que saliera ése otro que lo marca todo. Y ese pañuelo atendió al clamor y se oyó la segunda vuelta de llave de la Puerta Grande de Las Ventas.
Por ella salió minutos después Miguel Ángel Perera envuelto en la bandera de España que tantas cosas significan en este momento y con el áura de la felicidad plena y total al eco de torero, torero con que Madrid le proclamaba de nuevo. Sólo el hombre conoce la verdadera dimensión de lo conseguido. De ahí su expresión radiante y ese abrazo emocionado con su baluarte por siempre, Fernando Cepeda. Y es que hoy, el Otoño era para Perera, que para eso las cosas no son como empiezan, sino como terminan...
Ni un tiempo muerto se dio Miguel Ángel ante ese primero. Ni un segundo, ni una tregua. Tras el lío –otro más- de su cuadrilla gracias a la lidia extraordinaria de Javier Ambel –a quien Madrid ovacionó tras dos lances de sensación- y a la brillantez en banderillas de Curro Javier y Guillermo Barbero –que se desmonteraron-, brindó al público, se plantó sincero y se puso a torear. Con la firme decisión de quien tiene el toreo rebosándole por cada poro de su cuerpo. Ese toreo que siempre tuvo en la cabeza y que ahora le bombea el corazón con una especial fluidez. Tres tandas primeras por el pitón derecho. Para ir amoldando la primera, sin forzar más de lo preciso, pero marcando ya el hilo argumental de lo que vendría después. Y vino: ese presentar la muleta con tal firmeza, ese llevarlo toreado ya desde la arrancada, el embarcarlo con la misma hondura con que luego lo soltaba para volver a empezar y, entremedias, rebozarse el torero por completo en el trazo de sus muletazos, templados hasta donde la palabra temple significa ajustar y reducir la velocidad de las embestidas. Toreaba Miguel Ángel cuajando ya desde el principio al buen toro de Puerto de San Lorenzo, noble y humillador, cómplice al responder con entrega a la exigencia que el torero le planteaba.
Tomó entonces la mano izquierda por donde, inicialmente, el toro iba menos metido. Pero fue sólo en la primera serie porque, a partir de la segunda, esa seguridad con que Miguel Ángel le hizo las cosas, la forma en que lo empapó de muleta desde el cite hasta la resolución de cada pase, la manera tan sutilmente poderosa con que lo ligó, hizo que el ejemplar de Puerto de San Lorenzo rompiera también por ese lado. Volvió a diestras y subió más aún el tono de la faena, como así cantaba el eco unánimemente hondo de Madrid. Reducía Perera sus movimientos al tiempo que prolongaba la largura de los muletazos de lo por abajo que los remataba. Cada vez todo más en menos terreno y más entorno a su cintura, que era como un faro que iba iluminando de toreo toda la plaza. Entregada Las Ventas al extremeño como hacía algunos años que no se entregaba. Tenía motivos para ello. Se los había dado Miguel Ángel. Cobró una estocada entera que cayó perpendicular y precisó del descabello, a pesar de lo cual, la petición de oreja fue a más hasta terminar cuajando en el premio concedido. La paseó Perera con la misma despaciosidad con que se la había ganado. Saboreando el dulce paladar de lo hecho. El sabor de la plenitud. La plenitud que se traduce en felicidad. Esa felicidad que sólo el toreo es capaz de provocar con semejante pasión.
La segunda se la arrancó al que hizo cuarto. Un toro que pocos habían visto en los primeros tercios, pero que el torero lució con suma generosidad desde el preámbulo de la faena de muleta, cuando se fue a los medios para dejárselo venir desde bien lejos y pasárselo muy cerca -pero que muy cerca-, en pases cambiados que le cortaron el aliento a Madrid. Vio el torero y enseñó la alegría con la que se venía el toro de Puerto de San Lorenzo y lo volvió a hacer una y otra vez para empezar así cada una de las series de una obra marcada por la emotividad de su planteamiento, la sincera ambición que denotaba la actitud de Miguel Ángel y la templanza con que, una vez el toro en la muleta, se expresaba para conducir muy despacio la embestida y multiplicarla. Logró Perera contagiar al público de esa misma emotividad, de ese ansia por amarrar el triunfo, de ese entusiasmo por reconquistar la plaza. Por muchas cosas, hoy tenía que ser y haberse escapado hubiera dolido demasiado. Pero éste es su Otoño y hoy nada lo iba a torcer. Al primer amago del toro de rajarse, Miguel Ángel se fue a por la espada, consciente de que la medida de la faena era ésa. El lamento del pinchazo primero fue tan de todos en la plaza como la dicha por la estocada de después. No había caído todavía el astado y ya asomaban pañuelos clamando por que saliera ése otro que lo marca todo. Y ese pañuelo atendió al clamor y se oyó la segunda vuelta de llave de la Puerta Grande de Las Ventas.
Por ella salió minutos después Miguel Ángel Perera envuelto en la bandera de España que tantas cosas significan en este momento y con el áura de la felicidad plena y total al eco de torero, torero con que Madrid le proclamaba de nuevo. Sólo el hombre conoce la verdadera dimensión de lo conseguido. De ahí su expresión radiante y ese abrazo emocionado con su baluarte por siempre, Fernando Cepeda. Y es que hoy, el Otoño era para Perera, que para eso las cosas no son como empiezan, sino como terminan...