Ronda no podía faltar a la colección de plazas de conquista pererista de esta temporada. Un templo así merecía ser escenario también del momento de Miguel Ángel, el mismo que quedó patente cargado de matices en el conjunto de su actuación ante el noble pero soso y apagado toro de Juan Pedro Domecq que le correspondió. Matices que van desde la lentitud y las manos bajas de las verónicas sueltas que dibujó, al ajuste sin cuentos en el quite por tafalleras y gaoneras, a la largura que le imprimió a sus muletazos por los dos pitones mientras le duró el viaje al toro o ese arrimón final de zapatillas ancladas como si fueran de acero a la entraña del Tajo rondeño y con el que puso en pie a la Maestranza de Antonio Ordóñez.
Porque todo ello cabe en este momento de Perera. En la seguridad con que plantea sus faenas, en la firmeza con que las lleva a cabo, en la profundidad con que las engrandece, en ese empaque fruto de tantas cosas que deja su toreo a modo de poso. En el tejer de todo esto se traza la actuación de Miguel Ángel Perera en su reencuentro feliz con Ronda. Pena que no tuviera más fondo el de Juan Pedro, que se apagara como azuzado por el aire que arreció mientras que toreaba el extremeño. Aire que se paró cuando se paró el torero. Impertérrito, como un faro que lo ilumina todo en derredor sin moverse él nunca. Una sucesión de naturales por los dos pitones –la luquesina-, suelta la ayuda en la arena, libre la muleta para volar hasta más allá de donde el toro se podía permitir. Una y otra vez, incansable, insistente, encendiendo en cada pase la mecha de la conexión con el tendido que terminó puesto en pie. Una demostración en toda regla de su capacidad sin fondo. Se tiró sincero para cobrar una estocada entera que no necesitó de más y Ronda, sensible y pura siempre, que le correspondió con su Puerta Grande. Precioso colofón para un día tan especial.
Ronda no podía faltar a la colección de plazas de conquista pererista de esta temporada. Un templo así merecía ser escenario también del momento de Miguel Ángel, el mismo que quedó patente cargado de matices en el conjunto de su actuación ante el noble pero soso y apagado toro de Juan Pedro Domecq que le correspondió. Matices que van desde la lentitud y las manos bajas de las verónicas sueltas que dibujó, al ajuste sin cuentos en el quite por tafalleras y gaoneras, a la largura que le imprimió a sus muletazos por los dos pitones mientras le duró el viaje al toro o ese arrimón final de zapatillas ancladas como si fueran de acero a la entraña del Tajo rondeño y con el que puso en pie a la Maestranza de Antonio Ordóñez.
Porque todo ello cabe en este momento de Perera. En la seguridad con que plantea sus faenas, en la firmeza con que las lleva a cabo, en la profundidad con que las engrandece, en ese empaque fruto de tantas cosas que deja su toreo a modo de poso. En el tejer de todo esto se traza la actuación de Miguel Ángel Perera en su reencuentro feliz con Ronda. Pena que no tuviera más fondo el de Juan Pedro, que se apagara como azuzado por el aire que arreció mientras que toreaba el extremeño. Aire que se paró cuando se paró el torero. Impertérrito, como un faro que lo ilumina todo en derredor sin moverse él nunca. Una sucesión de naturales por los dos pitones –la luquesina-, suelta la ayuda en la arena, libre la muleta para volar hasta más allá de donde el toro se podía permitir. Una y otra vez, incansable, insistente, encendiendo en cada pase la mecha de la conexión con el tendido que terminó puesto en pie. Una demostración en toda regla de su capacidad sin fondo. Se tiró sincero para cobrar una estocada entera que no necesitó de más y Ronda, sensible y pura siempre, que le correspondió con su Puerta Grande. Precioso colofón para un día tan especial.