Rebelado todavía contra el infortunio que tanto le ha hecho sufrir en el segundo tramo de agosto, se empeñó hoy Miguel Ángel Perera en San Sebastián de los Reyes en cambiar por completo la moneda de la suerte para que saliera cara. Y salió. Por más que no contara con demasiada materia prima para ello, salió cara porque hoy era uno de esos días en los que la voluntad de un torero es del todo infranqueable. Por capacidad, por maestría, por decisión y por oficio, Perera se agarró fuerte al triunfo y lo hizo suyo.
Fue, sobre todo, frente al segundo toro de su par de Hermanos García Jiménez. Un toro que tuvo otro empeño distinto al de Miguel Ángel: irse una y otra vez. Fue noble, pero rajado, pero no lo permitió nunca su afán el torero en una faena de gran capacidad para doblegar por completo esa voluntad huidiza de su oponente. Lo hizo a base de taparle siempre la salida, de empaparlo de muleta, de girar sobre él para que el remate de cada pase fuera el comienzo del siguiente. Insistente y convencido Perera, fue calentando también al público, que terminó de entregarse en las dos últimas series. La primera, al natural: templadísima y ligada al máximo por difícil que hubiera parecido unos instantes antes. La segunda, por el pitón derecho y en redondo: la culminación del entramado técnico precedente en el que el torero volcó por igual fe y magisterio. Mató pronto y logró las dos orejas.
No tuvo opciones ciertas de lucimiento en su primero, que fue un toro de mucha nobleza también, pero al que faltó más raza. Lo cuidó mucho Miguel Ángel, lo acompañó con pulso y máxima suavidad, con la muleta muy puesta y sin exigirle más de lo preciso, pero no halló la misma correspondencia.
Rebelado todavía contra el infortunio que tanto le ha hecho sufrir en el segundo tramo de agosto, se empeñó hoy Miguel Ángel Perera en San Sebastián de los Reyes en cambiar por completo la moneda de la suerte para que saliera cara. Y salió. Por más que no contara con demasiada materia prima para ello, salió cara porque hoy era uno de esos días en los que la voluntad de un torero es del todo infranqueable. Por capacidad, por maestría, por decisión y por oficio, Perera se agarró fuerte al triunfo y lo hizo suyo.
Fue, sobre todo, frente al segundo toro de su par de Hermanos García Jiménez. Un toro que tuvo otro empeño distinto al de Miguel Ángel: irse una y otra vez. Fue noble, pero rajado, pero no lo permitió nunca su afán el torero en una faena de gran capacidad para doblegar por completo esa voluntad huidiza de su oponente. Lo hizo a base de taparle siempre la salida, de empaparlo de muleta, de girar sobre él para que el remate de cada pase fuera el comienzo del siguiente. Insistente y convencido Perera, fue calentando también al público, que terminó de entregarse en las dos últimas series. La primera, al natural: templadísima y ligada al máximo por difícil que hubiera parecido unos instantes antes. La segunda, por el pitón derecho y en redondo: la culminación del entramado técnico precedente en el que el torero volcó por igual fe y magisterio. Mató pronto y logró las dos orejas.
No tuvo opciones ciertas de lucimiento en su primero, que fue un toro de mucha nobleza también, pero al que faltó más raza. Lo cuidó mucho Miguel Ángel, lo acompañó con pulso y máxima suavidad, con la muleta muy puesta y sin exigirle más de lo preciso, pero no halló la misma correspondencia.