Olivenza estaba esperando a Miguel Ángel y Perera estaba esperando a Olivenza. Se andaban mirando de reojo, extrañando una ausencia desconocida para ambos. Y se notó en el ánimo de los dos, en la forma de darse. El torero, estrenando etapa, desplegó un manual de ambición, decisión, seguridad y clarividencia, esas virtudes que son tan suyas. La plaza y su gente le correspondieron en la misma medida de generosidad y de entrega. Miguel Ángel necesita colgar en la pared de cada nuevo año la fotografía a hombros de Olivenza. Es como un buen augurio, una manera de trazar el camino por delante. Ya la tiene: la foto y el camino trazado en la temporada de su quince cumpleaños.
Se lesionó en banderillas su primer toro y fue devuelto por el palco. Salió en su lugar el segundo de turno, con el que Miguel Ángel asomó su decisión y sus ganas de encuentro con Olivenza desde los lances con el capote, en los que ya hubo solemnidad desde el cite hasta la resolución de los embroques: ajustados, lentos y mecidos. Brindó la primera faena de su nuevo año y de su nueva etapa a quien estuvo siempre, Guillermo Barbero, amigo por encima de cualquier otra condición. Y como si quisiera clamar su alegría por estar en Olivenza (pronta recuperación, Emilio), echó rodillas a tierra para sorprender y encoger en el inicio con pases cambiados por la espalda así, de hinojos. El clamor ya estaba encendido. Como la luz y el calor de la mañana, espléndida se le mirara por donde se le mirara. Se fue entonces Perera al núcleo, no sólo de su obra, sino, sobre todo, de su propio concepto, ése en el que sigue rascando en busca de más y mejor. Enjaretó un puñado de series por el pitón derecho que aunaron compás, mecida, importancia y trazo largo. Entre el cite y el toque donde nacía el siguiente derechazo, cabían todos esos valores que son tan de Perera: el temple, la hondura (de hundirse), la profundidad y la quietud concentrados todos ellos en las yemas de los dedos del torero. Como luego los naturales, que tuvieron el plus de que ya al zalduendo le costaba más, a pesar de lo cual fue capaz Miguel Ángel de quedárselo cosido a su mando. Codilleaba para dar amplitud al embroque, para llevar toreada toda cada embestida, que luego soltaba con la levedad del pulso que, también, le latía en la misma yema de los dedos. Se tiró a matar con la misma seguridad y decisión con que había hecho todo lo demás y cobró una estocada sencillamente perfecta, que dio paso a la petición de las dos orejas, aunque el presidente sólo concedió una.
El sobrero que hizo sexto no se prestó nunca al lucimiento de los toreros, pero éstos sí que se lucieron. Se quería ir siempre y retenerlo ya era de mérito. Pasó en varas y también en banderillas, donde Javier Ambel –como al parear al primero- destacó en la lidia con el capote. Ante el instinto huidizo del ejemplar de Zalduendo se impuso el mando de Perera, que hizo de su franela un azogue incesante que tapó la salida al astado, lo enceló y lo ligó con el poder de la inteligencia y le exigió muy por abajo para terminar de desengañarlo. Faena otra vez importante del extremeño, muy seguro toda la mañana, muy fresco y, lo que no es nuevo, muy capaz. Clarividente siempre para aplicar en cada momento la técnica que procedía sin perder tiempo alguno en probar. Aplicó la medicina tan pererista del mando y ganó porque logró la segunda oreja que le abría la puerta grande tras otra gran estocada.
Olivenza estaba esperando a Miguel Ángel y Perera estaba esperando a Olivenza. Se andaban mirando de reojo, extrañando una ausencia desconocida para ambos. Y se notó en el ánimo de los dos, en la forma de darse. El torero, estrenando etapa, desplegó un manual de ambición, decisión, seguridad y clarividencia, esas virtudes que son tan suyas. La plaza y su gente le correspondieron en la misma medida de generosidad y de entrega. Miguel Ángel necesita colgar en la pared de cada nuevo año la fotografía a hombros de Olivenza. Es como un buen augurio, una manera de trazar el camino por delante. Ya la tiene: la foto y el camino trazado en la temporada de su quince cumpleaños.
Se lesionó en banderillas su primer toro y fue devuelto por el palco. Salió en su lugar el segundo de turno, con el que Miguel Ángel asomó su decisión y sus ganas de encuentro con Olivenza desde los lances con el capote, en los que ya hubo solemnidad desde el cite hasta la resolución de los embroques: ajustados, lentos y mecidos. Brindó la primera faena de su nuevo año y de su nueva etapa a quien estuvo siempre, Guillermo Barbero, amigo por encima de cualquier otra condición. Y como si quisiera clamar su alegría por estar en Olivenza (pronta recuperación, Emilio), echó rodillas a tierra para sorprender y encoger en el inicio con pases cambiados por la espalda así, de hinojos. El clamor ya estaba encendido. Como la luz y el calor de la mañana, espléndida se le mirara por donde se le mirara. Se fue entonces Perera al núcleo, no sólo de su obra, sino, sobre todo, de su propio concepto, ése en el que sigue rascando en busca de más y mejor. Enjaretó un puñado de series por el pitón derecho que aunaron compás, mecida, importancia y trazo largo. Entre el cite y el toque donde nacía el siguiente derechazo, cabían todos esos valores que son tan de Perera: el temple, la hondura (de hundirse), la profundidad y la quietud concentrados todos ellos en las yemas de los dedos del torero. Como luego los naturales, que tuvieron el plus de que ya al zalduendo le costaba más, a pesar de lo cual fue capaz Miguel Ángel de quedárselo cosido a su mando. Codilleaba para dar amplitud al embroque, para llevar toreada toda cada embestida, que luego soltaba con la levedad del pulso que, también, le latía en la misma yema de los dedos. Se tiró a matar con la misma seguridad y decisión con que había hecho todo lo demás y cobró una estocada sencillamente perfecta, que dio paso a la petición de las dos orejas, aunque el presidente sólo concedió una.
El sobrero que hizo sexto no se prestó nunca al lucimiento de los toreros, pero éstos sí que se lucieron. Se quería ir siempre y retenerlo ya era de mérito. Pasó en varas y también en banderillas, donde Javier Ambel –como al parear al primero- destacó en la lidia con el capote. Ante el instinto huidizo del ejemplar de Zalduendo se impuso el mando de Perera, que hizo de su franela un azogue incesante que tapó la salida al astado, lo enceló y lo ligó con el poder de la inteligencia y le exigió muy por abajo para terminar de desengañarlo. Faena otra vez importante del extremeño, muy seguro toda la mañana, muy fresco y, lo que no es nuevo, muy capaz. Clarividente siempre para aplicar en cada momento la técnica que procedía sin perder tiempo alguno en probar. Aplicó la medicina tan pererista del mando y ganó porque logró la segunda oreja que le abría la puerta grande tras otra gran estocada.