Ya se había rebozado sin cansarse de hacerlo en su momento luminoso, en su concepto cada vez más depurado, más hondo, más pegado a la raíz y, al tiempo, más parecido a lo que sigue buscando. Lo había hecho en los dos toros en un puñado de tandas por los dos lados de un tiempo tan retenido que pareciera a cámara lenta. Quizá no lo pareciera, sino que de verdad fuera a cámara lenta. Como si estuviera dictando una lección magistral para todos los públicos porque desnudaba cada tiempo propio de cada muletazo de tan al ralentí como lo exponía. Lección magistral sí que era porque el nivel desplegado hoy por Miguel Ángel Perera en Úbeda no está al alcance de todos, ni siquiera de cualquiera. Fue magistral todo en él. Deslumbrante, arrebatador, hermoso, sincero, cuajado, macizo, indudable, implacable, impecable, perfecto. Impregnando la escena de su íntima serenidad, ese punto de equilibrio personal y artístico que te lleva a saborear todo con la pausada plenitud de quien ya no tiene prisa. Bueno, pues se rebozaba Miguel Ángel en todo esto, cuando decidió escarbar en lo más pererista de su toreo, en su diferencia, en lo más indeleble de su sello, en lo que le distingue y le ubica en un plano donde nadie más…
Y comenzaron así casi cinco minutos de una cadena interminable de muletazos por los dos pitones concebidos por igual sobre el eje de su cuerpo pétreo, inmóvil, como si hubiera desaparecido de allí. Todo el toreo girando alrededor de su figura según él mismo quería y decidía. Por delante y por detrás, a derechas y a izquierdas, con ayuda y sin ella, con la muleta, por momento, casi como si molestara porque lo que toreaba de verdad era el propio cuerpo del hombre. Un cuerpo que se dejaba rozar por los pitones, avasallador, en un ejercicio deslumbrante de seguridad y de autoridad. Y de frescura. Y de pasión. La misma que se fue prendiendo en los tendido ubetenses, donde la gente se fue poniendo de pie ante semejante exhibición. Manos en la cabeza en el callejón y palmas ardiendo en el graderío a la par que el clamor de “torero, torero” corría por toda la plaza como la ola en un campo de fútbol. Aquello no terminaba nunca, no conocía de pausa alguna. Pareció que Perera se hubiera olvidado de que existe, de que estaba allí. Desde el mentón en el pecho, todo se hundía en el cuerpo del torero, abandonado y ensimismado. Cuando alzaba la mirada a la gente, ésta le correspondía con gestos de pleitesía. Cuando ya era imposible más, salió Miguel Ángel de semejante torbellino con el gesto pleno y poderoso de quien acababa de vaciarse sin el menor gesto a la galería. Lo había hecho por y para él y, desde él, para las almas felices que le contemplaban. Era indiscutible el rabo. Aquello había sido soberbio. Excelso. Como está Miguel Ángel Perera: excelso…
Ya se había rebozado sin cansarse de hacerlo en su momento luminoso, en su concepto cada vez más depurado, más hondo, más pegado a la raíz y, al tiempo, más parecido a lo que sigue buscando. Lo había hecho en los dos toros en un puñado de tandas por los dos lados de un tiempo tan retenido que pareciera a cámara lenta. Quizá no lo pareciera, sino que de verdad fuera a cámara lenta. Como si estuviera dictando una lección magistral para todos los públicos porque desnudaba cada tiempo propio de cada muletazo de tan al ralentí como lo exponía. Lección magistral sí que era porque el nivel desplegado hoy por Miguel Ángel Perera en Úbeda no está al alcance de todos, ni siquiera de cualquiera. Fue magistral todo en él. Deslumbrante, arrebatador, hermoso, sincero, cuajado, macizo, indudable, implacable, impecable, perfecto. Impregnando la escena de su íntima serenidad, ese punto de equilibrio personal y artístico que te lleva a saborear todo con la pausada plenitud de quien ya no tiene prisa. Bueno, pues se rebozaba Miguel Ángel en todo esto, cuando decidió escarbar en lo más pererista de su toreo, en su diferencia, en lo más indeleble de su sello, en lo que le distingue y le ubica en un plano donde nadie más…
Y comenzaron así casi cinco minutos de una cadena interminable de muletazos por los dos pitones concebidos por igual sobre el eje de su cuerpo pétreo, inmóvil, como si hubiera desaparecido de allí. Todo el toreo girando alrededor de su figura según él mismo quería y decidía. Por delante y por detrás, a derechas y a izquierdas, con ayuda y sin ella, con la muleta, por momento, casi como si molestara porque lo que toreaba de verdad era el propio cuerpo del hombre. Un cuerpo que se dejaba rozar por los pitones, avasallador, en un ejercicio deslumbrante de seguridad y de autoridad. Y de frescura. Y de pasión. La misma que se fue prendiendo en los tendido ubetenses, donde la gente se fue poniendo de pie ante semejante exhibición. Manos en la cabeza en el callejón y palmas ardiendo en el graderío a la par que el clamor de “torero, torero” corría por toda la plaza como la ola en un campo de fútbol. Aquello no terminaba nunca, no conocía de pausa alguna. Pareció que Perera se hubiera olvidado de que existe, de que estaba allí. Desde el mentón en el pecho, todo se hundía en el cuerpo del torero, abandonado y ensimismado. Cuando alzaba la mirada a la gente, ésta le correspondía con gestos de pleitesía. Cuando ya era imposible más, salió Miguel Ángel de semejante torbellino con el gesto pleno y poderoso de quien acababa de vaciarse sin el menor gesto a la galería. Lo había hecho por y para él y, desde él, para las almas felices que le contemplaban. Era indiscutible el rabo. Aquello había sido soberbio. Excelso. Como está Miguel Ángel Perera: excelso…